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    Será nada menos que otro día


    Silencio. Silencio de sanatorio, de cementerio; silencio de biblioteca, de invernadero. Silencio en las pupilas, en la córnea y en la fóvea; silencio al mediodía, en la laringe, al escabeche. Silencio en cada uña, a cada paso y sin respuestas. Todo en mí hoy es silencio. Creí estar ausente y alejado, protegido, inmutable, como un hielo. Sin embargo fue un instante, un espejismo de un segundo; soy un bucle carcomido y extraviado, me repito cada noche y cada día, en cada ruta, en cada esquina. Me repito los jardines y las masetas, los ramos y las coronas. Me repito, a fin de cuentas, repetidas veces en el mismo repetido puerto.
    Regresión. He vuelto a mi primera adolescencia, inexperto, iluso, frágil. He aprendido bastante poco y mal, y eso poco lo he olvidado. Soy apenas un polluelo saliendo de la cáscara siendo yema. No es la primera vez, quizás tampoco sea la última. Me repito.
    Me repito.
    Y busco una señal un domingo a la deriva, entre suelas despegadas, café chocolatado con almendras y un rasgueo de guitarra haciendo skanking, en el verde del cemento, en un frío que es de Francia. Y no encuentro signo alguno que me diga “puede usted pasar, hoy es el día”, aunque guardo –en secreto, a escondidas– la esperanza de ser sólo un pésimo lector de signos que aún no ha aprendido de semiótica y desconoce a Peirce, Saussure, Verón o Chomsky.
    Vuelvo, pues, al desierto donde he caído mucho, donde he dormido un tanto. “Yo muero extrañamente… No me mata la Vida, no me mata la Muerte, no me mata el Amor; muero de un pensamiento mudo como una herida”.
    ¿Dónde el valor? ¿Dónde la impulsividad? ¿Dónde la osadía? Llevo puesta una máscara, una careta, una cara de poker que no sé cuánto más podré sostener. Ni De Niro, ni Brando ni Nicholson, siquiera un Sebastián Estevanez; no es mi fuerte el teatro, el cine ni la televisión: yo no sé cómo actuar, no he aprendido el juego. Lily Laronette, Ivy, Dylan Sanders, me haces volver a mi primera adolescencia: inexperto, iluso, frágil. Es tu cara, es tu voz, son tus ojos, la clave de sol en tu cuello, es tu vos, ¡sí, tu vos! Y no dije nada para no arruinar el momento, el día, la tarde, pero las termitas me devoraban el estómago, las venas, las manos, los pies, la cabeza. Me repito. Tengo tanto de nada entre mis manos: un hueco en la tierra, un paso asfixiado, un féretro a mi propia medida… Nada,
    absolutamente nada.
    Tras la cordillera tal vez un muro.
    El rinoceronte azul baja lentamente del árbol al que ha trepado; tiene en sus patas 15 balazos que le cortan la circulación, se abraza a un trozo de madera balsa y llora como un niño. Son los aviadores los que tuercen las muñecas de los alabastros. Algún día las flores alcanzarán a recorrer los puentes que dividen al mundo y los sarcosuchus incendiarán cada barco pesquero que se atreva a reposar sobre las nubes. Hasta entonces, lo sé, seguiré con esta extraña sensación de remolino estomacal que me aprisiona a cada instante.
    Silencio, todo en mí hoy es silencio. Y quiero gritar y quiero decir y no puedo. Y desfallezco, en una cáscara de huevo, sin globos de colores, sin escudos ni epitafios, como un zombie… Me repito los jardines y las masetas, los ramos y las coronas. Me repito, a fin de cuentas, repetidas veces en el mismo repetido puerto.
    –Hay ganas de… no tener ganas. Señor; a ti te señalo con el dedo deicida: hay ganas de no haber tenido corazón.


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