Ríos circunflejos maúllan en la terraza de mi momentáneo hogar. Me arrodillo ante el dios negro que golpea en la ventana, sonriente como una vedette, con sus plumas almidonadas y sus ojos escrutando los míos. Hoy me siento como el cachorro abandonado frente a un puesto de diarios y revistas. Ni odio ni cólera; sólo un dejo de indescifrable clamor. Mi voz se ha perdido junto a tantas otras cosas.
Sanguijuelas en la garganta,
el pecho contraído,
un abrazo que no llega… ni llegará…
Sigo esperando, con ansiedad, a un costado del andén quién sabe qué cosa: el Metropolitano no admite esquizofrénicos. Movimientos lentos, temblor en mis manos: mi cerebro centellea en pensamientos vacíos. Busco respuestas a preguntas ya respondidas: el verano se acerca y el calor es lejano. Duermo mal y poco, como los murciélagos y los búhos. No alcanzo a soñar como lo hacía.
Me siento raro y perdido, como nunca antes. Estoy solo; solo conmigo mismo, con mi sombra, esta taza de café sin almendras y esta fría y nauseabunda habitación en esta noche de cielo abierto. Algo ha estallado en mi interior con fuerza de maremoto, apresurando mis propias gravitaciones… Y caigo rendido a sus pies…
Recuerdo las puertas cerradas, el napalm que nunca ha llegado, un jardín de amapolas, orquídeas, rosas y geranios que nunca será y mi ánimo se arroja de un décimo piso… pero,
¿a quién le importa?
¿a quién le importa?
Lord Byron no escucha y me abandona a mi suerte.
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