Me ocurre que voy perdiendo girones de mi vida recostado sobre el césped
barroco del universo. Hay un peso inamovible e infranqueable que se tumba entre
mis ojos y mis hombros; arrinconándome entre los pliegues de un oscuro altillo
por dónde aparecés con tus gritos desencajados y esa insistente manera de
forzarme a cargar con nudos marineros en la garganta. Los mensajes se van
acumulando en una inmensa montaña de reproches que, a decir verdad, nunca he
sabido responder. Es que a veces me pregunto si tu insidiosa maraña de
fatalismos está destinada a ocuparme todos los espacios de la casa, dejándome
apenas un rincón resquebrajado y asfixiante. Ya no sé cómo ocultar pedazos de
memoria ante Cristina Yanzón, que en su afán de dejar libre toda asociación de
recuerdos se va acercando al centro de mis obituarios. Y me esfuerzo hasta las
náuseas para no soltar mis muertos que viven retorciéndome el cerebro por las
tardes y las noches –sobre todo por las noches–, en un continuo baile de
adoradores de Seth. Pero no podría librarme de parte de mi responsabilidad, en
mis continuos ataques de indiferencia, que constituyen, en todo caso, una
suerte de defensa que se va imponiendo sin siquiera darme cuenta. Es que a
veces las cargas tienen un aire pestilente que se nutre de todas nuestras
fantasmagorías y se ríen como cerdos, llevándose bolsones de energía como si se
trataran de perfectos chupacabras. Pero entendé que nos es, ni nunca ha sido,
mi intensión dejarte sazonar en leche hervida; es que no puedo soportar la
angustia de saber que cualquier cosa que haga, por más nimia que esta sea, será
susceptible de cortarse con una aguja de tejer. Es allí donde residen la
mayoría de mis no-contestaciones y mis intenciones de cambiar de aire a la
primera oportunidad. Es allí donde reside mi reticencia a tomar el colectivo y
presentarme con mi bolso bordó y algunos libros para matar el tiempo entre un
grito y otro.
Siempre tengo algunos buenos recuerdos de tus cabellos y de tus ojos,
pero éstos son tan mínimos y ocultos que hace falta una manada entera de
roedores escarbando la tierra para que afloren los terrones: durante años sólo
he sentido plesiosauros saltándome como a una cama elástica. Sé muy bien que no
has tenido grandes momentos de alegría y que yo no he sido capaz ni de entregarte
un pedazo de papel con una firma autografiada y un sellito de papa que indique
que he llegado a “ser”; sin embargo, no sé, hay algo que me retiene en este
subsuelo apático, casi desvergonzado, sin un gramo de fuerza siquiera para
levantar el dedo meñique en señal de elevación. Las desviaciones por la
tangente ejercen un poderoso magnetismo en mí. No hay día que no encuentre el
modo para escapar de lo que debería hacer o ser, escabulléndome como un
condenado alucinógeno por las rendijas más inverosímiles que la vida puede
otorgarnos. Es algo que me viene de golpe, sin aviso, entrando por la ventana,
por la puerta, por el ojo de la cerradura, por cualquier hendija de la casa. Y
es putrefacto. Mal vivir para agotarse en un espléndido carmín es como morir de
frente a un taburete de hierro oxidado. Quizás sea una exageración, un
ejercicio de actuación hereditaria, una costumbre pérfida que ha venido pegada
a cada uno de mis glóbulos, los blancos y los rojos, pero me es difícil
extirparlo. Nunca he tenido alma de oncólogo.
Hace calor; un calor que aún no llega a la insoportabilidad, pero sí es
de esos que le impiden a uno quedarse quieto quién sabe por qué extrañas
razones. Es aun invierno, sí, pero eso no le imposibilita a la temperatura
elevarse más allá de sus limitaciones estacionales; ciertamente no existe una
lógica única y lineal, y así como las amas de casa comienzan a acceder a
puestos de relevancia en las estructuras de la sociedad civil, el calor
comienza a hacer caso omiso de las estaciones. Creo que estoy solo; a menos que
haya perdido la capacidad auditiva, el ogrito que habita a un costado de mis
costados no se ha hecho presente hoy. No se escuchan sus pasos, ni el agua del
termo cayendo sobre la yerba del mate, ni el sonido de ese juego de rol que
jamás comprendí: una lucha a muerte entre ejércitos de criaturas épicas y
verdaderamente extravagantes salidas de un libro de los años ’50. Su presencia,
desde hace un largo tiempo me incomoda, sin llegar a molestarme. Y lo hace
incluso cuando se mantiene encerrado. De tanto en tanto desconozco mis pasos,
pero deduzco que me he movido: los paquetes de cigarrillo están ahí para
decirlo. El diván se hace carne de pollo, se enrosca en mi cuello, se anuda a
mis ojos, retuerce las guirnaldas y se mete a deshollinarme los entreactos.
Recuerdo el paisaje de mi antigua niñez, entre mortales en la arena, quirófanos
y médicos, entre aquel punzón que se mete en el muslo de ese jaropado podrido,
papas con témpera alimentando a un niño sin rostro y la vulgar saeta romboide
que solía colarse en las mañanas. Desde entonces no he sido más que un
perdedor, un perfecto don nadie que se contentaba dibujando dinosaurios y reyes
en los coliseos.
–En los durmientes hay siete estrellas sin ovillo.
–¿Y quién dijo que puedo dar saltos al vacío?
–Tu capacidad de disociación es tan amplia como una rodaja de queso
parmesano.
A las 4 de la tarde los pájaros pían como si hubieran recuperado esa
facultad hace apenas media hora. Pí. Pí. Pí. Pí. Pí. Pí. Pí. Pí. Pí. Pí. Pí.
Pí. Retumban incesantemente en el hueco del edificio. Pí. Pí. Pí. Pí. Pí. Pí.
Pí. Pí. Pí. Pí. Pí. Pí. Y yo, recostado sobre un colchón duro como roca, me
esfumo las últimas bocanadas de nicotina que aún resisten. ¡Menudo apartheid el
que me he impuesto! Se me arrugan las manos de tanto buscar corazas y
cortaplumas, de tanto buscar la redención en gaseosas de litro y medio (“te
encargo el envase”). Suenan, pues, campanas que jamás habían sonado con
anterioridad, en un constante tintineo que se despanzurra sobre el sofá. Ese
mismo sofá que hasta hace un tiempo atrás –poco, muy poco– supo cobijar algunas
medias reses pudriéndose al sol.
De niño solía jugar sobre los tejados, saltando de casa en casa, con los
puños en alto y sin mirar hacia abajo. Sobre mí, el circulo celeste que todo lo
envuelve, y los ojos gigantes y enteramente abiertos de alguna amatista
presdigitando los encerrones de los alabeos. De vez en cuando daba pequeños
golpes de muérdago, para alcanzar ese estado semiautomático que los holandeses
adoran y los ha hecho tan famosos. En otras ocasiones intentaba sufragar un
aire de alquitrán o de escaparate para domar el hervor de las venas en plena
riña de gallos. Siempre he querido volar, hacerme de plumas y arrojarme de lo
alto de los edificios –jamás a campo traviesa– para recorrer la ciudad como un
pequeño gorrión. Eran de esos sueños inocentes que se suelen tener entre
helados de crema, malabares y torres de filamento. Hoy dudo que quepan en el
hueco de mis pantalones. Pero si he de tener algún fraseo cercano a una
estampida, sería de mi predilección que éste se amolde al verbo más estruendoso
del vecindario. Sólo así podría redimir el pastizal que adeudo en la oficina de
correos.
Y se me planta, a 12 islotes de distancia, una P. onca mesembrina de
quince metros y medio. Me muestra los dientes y me mira desafiante, con los
ojos inyectados de sangre, rojos, rojos, rojos. Se agazapa entre herbales y
rocas macizas; no mueve un solo pelo. De golpe ruge con la potencia que sólo
las turbinas de las centrales nucleares alcanzan. Se vuelve azul, violeta, se
le erizan los pertrechos y da zancadas a velocidades de otro mundo. Se
ahuyentan los carpinchos, se aplastan los uvales, se esconden los tlapololotes.
No llega el terror, pero sí el fastidio, esas ganas irrefrenable de gritarle
unas cuantas sinrazones y aplicarle un soterrado fermento de estiércol. Sin
embargo, por esas reglas culturales que nos han dejado nuestros ancestros, se
refrenan las guerreadas, dejando un sabor a mescalina en el paladar. ¿Quién
entiende los falsetes estrambóticos que cuelgan de lo alto de la pirámide
medioambiental? Seré yo un perfecto sanslamuʀ, pero encuentro en
todo ello un signo de absoluta irracionalidad y estupidez. Pero el aire es
gratis.
Hubo un tiempo en que llegué a tener lástima de los corredores de la
bolsa, de la de Nueva York, Bombay o Buenos Aires. También he tenido lástima de
las orquídeas, de las ranas disecadas, de los peatones que esperan en las
esquinas (no hay nada más triste que detenerse ante un semáforo), de los
ortodoncistas, de los caracoles amaestrados, de los guisantes sin baño de
salsa, de –sobre todo– los personales de policía y fuerzas armadas. Todas las
voy perdiendo y recuperando de a momentos. Pero la que aún conservo inamovible
es la lástima por mi propia envergadura, que no tiene más estrellas que un
clavel en una duna.
Estoy amordazado (¿qué no es trilce?) por un jalón de ramas secas, por
la tempestad ecuatorial o por el devenir inconexo de mil forúnculos. Me vienen
a buscar en las plazas circulares que se cruzan de avenidas y me observan con
el ceño fruncido, como queriendo devorarme la sesera. El diván es un cohete a
chorro y, especialmente, un empalamiento en pleno Perito Moreno. He alcanzado
el límite de mi conocimiento cromático y juraría que los poliomielíticos pueden
curar a los sacerdotes y a los jueces de las salas de primera, segunda y
tercera instancia. Es sólo cuestión de introducirse hasta el fondo de las cajas
y cajones, revisar todos los archivos y nadar en esas montañas de papeles
amarillentos y hediondos. Nada como acurrucarse en nuestros propios laberintos.
Hay hechiceros tan miserables que sus calderos sirven para hervir las nubes y
la cosa no ha terminado.
Me encantó =) me dejarías colocarlo en mi blog con tu nombre por supuesto y la liga a tu blog?
ResponderEliminarsaludos!
Claro que puede, muchacha.
ResponderEliminarA veces me sorprende que aún queden personas que lean más de un párrafo en internet. El mundo aún no está perdido del todo jeje.
Saludos y gracias por pasar por el coso este, que anda medio abandonado.
excelente!!! te dejo mi blog: psychosugarglider.blogspot.com
ResponderEliminarAhi hay 2,3 cosas que valen la pena leer ;)
saludos!