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    Insolarium


    Frío adentro, frío afuera. Frío y más frío. Viento cortado, agreste, inútil.
    Pero qué
    si el viento derrumbara cada ampolla, cada parásito. Si no hubiera espasmos ni estridencias. Si la sal quemara poco y se acabaran los tangos en mi habitación… Si los gorriones piaran soles… Nada sería tan nada y habría mucho por cincelar; quizás una semilla, una puerta, un corredor…
    Quién pudiera deshacerse de los puercoespines, de las cárceles y de los barrotes, de la Inquisición, de las rocas y de los detonadores. Es tarde para intentar un salto en alto, es tarde para escribir hojas en blanco. El tiempo tiene aires de carroñero, toma todo y no deja nada.

    Donde antes no hubo guerra, queda hambre de napalm.

    Recuesto mis amígdalas sobre una cuna vacía, desdoblo apuestas, arrincono mis sobredosis y salgo a estamparme en un baldío. Eso es todo. Ni más ni menos. Y aun así los caracoles rumen tardes enteras, dejando estelas de baba hacia el final de la noche.
    Pero no seré yo el que implore puertos de anclaje, jardines colgantes, aunque ganas no falten. No seré yo un poodle toy practicante. Aun así cuando los gorriones toquen campanas. Me quedaré sentado, sin movimiento, presumiblemente salpicado por las manchas de una glorieta, entre nebulosas y candados. Aunque los ayeres vengan a bajarme la puerta a martillazos.
    Y así caerán goteras sobre paquetes de cigarrillos, doblando a 120 km por hora sin chistar ni amedrentarse. Desaparecerá, algún día, una visión bipolar, una luna celeste, una fruta en su rojo, y yo cantaré almohadas, con la sonrisa en los ojos y los dientes mareados.
    Al fin seré halcón.

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